(...) Quien quiera entender el fenómeno del exilio español como tal, aunque no debería excluir a Ramón Gaya de su reflexión, haría mal en atenerse a
ese ejemplo o partir de él. Ramón Gaya fue un exiliado, pero no es un exiliado, e incluso cuando lo fue no hay que pensar en él como un exiliado
que era Ramón Gaya, sino como Ramón Gaya en el exilio.
(...) Una de las facetas (por supuesto no la única) de la personalidad de Ramón Gaya es su aspecto de figura ejemplar, y en esos años el ejemplo que
podía representar para un joven exiliado como yo era justamente el de trascender la condición de exiliado sin dejar de asumirla, mirar el mundo
y la vida desde una altura que tenía en su base un suelo de español y de exiliado, pero se elevaba decididamente sobre él para llegar con la
mirada mucho más allá de sus limites. Casi podríamos decir que el exilio fue para él un lugar desde donde mirar hacia otra parte. Es claro que
no se ocupó mucho del país donde transcurría ese exilio, tal vez no tanto por falta de interés sino porque ese interés no era prioritario, y
sobre todo no tomaba la forma reconocible y reconocida con que hubiera constado inmediatamente ante los ojos menos atentos. En todo caso ese
despego no le valió sólo reproches, sino un verdadero y despiadado castigo, orquestado, como dicen, por Diego Rivera, pero coreado, como también
dicen, por un nebuloso y huidizo consenso.
(...) En el mundo del exilio español Ramón Gaya tenía muy pocas de las actitudes que compartían en general sus compañeros de fortuna, y aunque esa
distancia no suscitó en ese medio las mismas iras vengativas que en el nacionalismo mexicano, no deja de ser visible que nunca fue especialmente
predilecto en ese mundo, muchas de cuyas reivindicaciones y autoreivindicaciones lo han dejado y siguen dejándolo de lado, lo cual es simplemente
natural. (...)
En México Ramón Gaya se movía principalmente entre un grupo claramente anómalo en los medios del destierro español, que eran ya por sí mismos
claramente anómalos en los medios mexicanos; un grupo que compartía muy pocas de las ideas comunes y valores establecidos del mundo español
desterrado, aunque esas pocas cosas en común bastaban para hacer de ellos inexorablemente esa clase de personas que entonces llamábamos
refugiados. Eran gentes como Luis Cernuda (un Luis Cernuda entonces muy marginal, inimaginable para quienes sólo lo han descubierto en su
sorprendente gloria), María Zambrano (menos marginal, pero tan independiente y suelta como fue siempre), Juan Gil-Albert, Concha Albornoz,
Soledad Martínez, Esteban Marco, y otras que, como éstas, en su mayor parte no aparecen en la memoria oficial del exilio, y que no se rozaban
mucho con los León Felipe, los Max Aub y otras figuras conspicuas del destierro español (...) este grupo constituía un exilio dentro del exilio,
pero es tentadora la idea de que el temprano retorno de Ramón Gaya a Europa era en parte una huida de ese mundo y sus límites. Y no es lo mismo
una huida que un exilio, ni desde luego, para un refugiado español, una vuelta a Europa que una vuelta a España; pero ese regreso (...) es a
todas luces, la búsqueda o la aceptación de un destino incapaz de identificarse con un destino de exiliado español.
Ha sido el propio Gaya quien lo ha dicho: el exilio fue para él ante todo exilio de Pintura, y para él la Pintura estaba en Europa. Pero
maticemos. La Pintura para él está también en Japón y en China, y sin embargo nunca se le pasó por la cabeza trasladarse al Extremo Oriente
para vivir cerca de ella. Sí se le pasó un poco más la idea de visitarla en los museos, aunque en realidad, aparte de México, nunca pisó más que
museos europeos. Se ve que no era sólo por las visitas a los museos por lo que añoraba Europa, sino por la posibilidad de estar rodeado de museos
en un lugar donde a la vez podría vivir con una naturalidad que necesitaba para beber en esos museos, no el arte, sino la naturalidad del arte.
Esa “naturalidad del arte” (...) es la que le apartó decididamente de lo que un francés llamaría las “ideas recibidas” de nuestra época, y tengo
para mí que esa toma de posición tiene algo que ver con el exilio. Es claro que Ramón Gaya empezó a desconfiar de las consignas y normas del
llamado “arte moderno” mucho antes de la guerra civil española, pero tengo la impresión de que durante los años que van de las primeras
decepciones parisinas a la tremenda experiencia de la guerra, el joven Gaya sabe ya bastante bien lo que no quiere, pero no tan claramente lo
que quiere. (...) Ramón Gaya ha dicho de mil maneras que el arte (o “la creación”, en su vocabulario) no es una cosa que se hace, sino una cosa
que se es. Un joven artista que se ha asomado prematuramente a su destino tiene que ver mucho más nítidamente lo que quiere y lo que no quiere
que lo que es. (...)
(...) Yo veía en México a un Ramón Gaya que había apurado el cáliz de la guerra y el exilio (hay que decirlo así, con la debida solemnidad), pero que
efectivamente lo había apurado. Aquel horror ni había corrompido para siempre la naturalidad del arte, puesto que no había corrompido para siempre
la naturalidad del hombre, ni lo había arrancado personalmente de esa naturalidad para ponerlo a salvo. Ese cáliz apurado lo dejaba convertido en
lo que era: naturalidad. No sé si habrá que aclarar lo que esa palabra puede significar aplicada a él. La naturalidad no es, por supuesto, la
Naturaleza, ni en el sentido de los biólogos ni en el de los viejos filósofos de la “Madre Naturaleza”, mucho menos en el de los naturistas de
este fin de siglo; pero tampoco es lo que se opone a lo histórico, o a lo humano, ni siquiera (aunque Ramón Gaya lo haya dicho a veces) a lo
social. La naturalidad del hombre no es la bestialidad del hombre, ni siquiera bajo esa sutil metáfora estilizada en la que el cinismo coquetea
con una retorcida superioridad de esa bestialidad. Es más bien el lado humano de la naturaleza, del cruel tirano Naturaleza, que tiene su “lado
humano”, como tantos tiranos y otros seres crueles. Nuestra naturalidad es claramente otro lado de lo natural, ese otro lado que en el tirano de
nuestro ejemplo resulta más escandaloso aún que una maldad sin falla, sin flaqueza, sin otro lado. (...)
Yo veía pues en México a un pintor exiliado que me enseñaba a buscar en la pintura una naturalidad que, en mi impericia, yo saboreaba quizá ante
todo como desobediencia a esas recetas y consignas de la época que veía acatar sumisamente a todos mientras se convencían de ser así libres y
originales, y que era efectivamente desobediencia, pues equivalía a no fundar la pintura en una estética, sino en la raíz mucho más profunda de
la naturalidad del hombre y de su vida. Y esa misma persona me enseñaba también a ver en el exilio español una naturalidad humana que en mi
impericia tenía que hacerme sentir inconforme y hasta disidente. (...) yo siempre he vivido la pintura y el pensamiento del Ramón de esa época
como un Renacimiento, o más bien como un renacer. Yo sabía que me abría unas evidencias que él había estado mirando casi desde siempre, y que el
pintor que era lo había sido también desde siempre… Después del gran cataclismo general, y de su negra noche personal en la que yo era demasiado
niño para participar, todo volvía a empezar, y eso, que todo vuelva a empezar, es lo menos parecido que hay a una repetición. (...) La Pintura
seguía estando viva, tan viva como siempre y en cierto sentido más que nunca puesto que estaba viva de una vida salvada. La Pintura, y con ella,
por supuesto, la poesía, las artes, el pensamiento. No pensábamos en otra cosa, eso era lo que yo aprendía de Ramón Gaya, y nada en cambio de
pérdidas añoradas o de heridas reclamadas. Ramón estaba impaciente de dar el salto a Francia, a Italia, a Holanda. Era el salto alborozado del
animal que huele a su amo redivivo al otro lado del muro, desde donde le llama la más viva cacería. Eso no tenía nada de vuelta atrás, ni siquiera
era un verdadero retorno, mucho menos un refugio nostálgico: a nosotros nos parecían mezquinos coleccionistas de lánguidas reliquias los que
seguían atesorando y cubriendo de oropeles los sobados y deslavados andrajos de unas vanguardias que obviamente no habían vivido la gran
catástrofe como un bautismo, puesto que no renacían sino que se repetían de manera cada vez más compulsiva, académica y fatua. (...) Ramón Gaya
no ha vuelto nunca: se nos fue, se nos fue del exilio por los montes y ríos de una naturalidad del arte que corre por Italia, por Francia, por
Holanda, pero también por China y Japón, y por supuesto por España, pero que lo saca de todas las posibles listas donde se hace figurar a un
artista, las del exilio como las de las “escuelas” o los “ismos” o esos “grupos” relativamente nuevos y mucho más temibles, que son un poco en
el arte lo que las mafias en la sociedad. (...) sería absurdo reivindicar como pintor exiliado a alguien para quien el exilio fue casi en seguida
un lugar de donde partir, que nunca se demoró en su suelo y saltó de él no a un retorno o una recuperación, sino a una vasta aventura con la
pintura (y la vida) que no miraba mucho atrás; alguien para quien la experiencia conjunta de la guerra y el exilio constituyó un verdadero
bautismo, claramente un “bautismo de fuego”, como suele decirse, pero en un sentido muy diferente del que suele darse a esta expresión, porque
ese fuego, ese horror, trajo el bautismo, pero el bautismo era de luz, era, como todo bautismo, una confirmación, la confirmación de lo que Ramón
Gaya había sido siempre, y a la vez un verdadero nuevo nacimiento, porque sólo después del exilio, o eso me parece a mí con evidencia, Ramón Gaya
podía asumir lo que era y sólo aceptar de lo que quería la parte que coincidiera con eso.
Tomás Segovia
Fragmentos extraídos de "La Obra Pictórica de Ramón Gaya en Murcia".
Publicado en febrero de 2000.