El exilio llevó a Ramón Gaya a México, un país sin obras de los grandes maestros en sus museos. La ausencia de pintura se le hizo insoportable y decidió construir su “museo portátil” en su casa-estudio. Sobre una mesa, en una cómoda o en la pared, colocaba reproducciones en blanco y negro o en color, acompañadas de objetos significativos: una copa, unas flores, libros o un paño de terciopelo que podía evocarle a una pintura de Tiziano. Concha de Albornoz llamaba a esos rincones íntimos “altarcitos”.
Los homenajes son una de las claves en la obra de Gaya. Ofrendas silenciosas a los pintores que más añoraba, su modo de dialogar con el arte del pasado. «Yo sentía eso también como algo polémico, no polémico a gritos, sino polémico en silencio», recordaba.
El primero de esos homenajes fue, precisamente, a Tiziano, a ‘El amor sagrado y el amor profano’, conservado en Roma. «Tenía una buena reproducción en color sobre la mesa, apoyada en la pared, y alrededor algunos objetos de vidrio que siempre me han gustado mucho –me interesan mucho, significan mucho–. Bueno, pues pinté ese homenaje a Tiziano, y allí empieza…».
A partir de entonces, los homenajes se volvieron más deliberados. Cuando se cansaba de una reproducción, Gaya la sustituía por otra: «Después de un Tiziano ponía un Velázquez o un Rembrandt… los tres son mis grandes pasiones».
De regreso a Europa, el reencuentro con Tiziano se renovó. «Me iba al Louvre –y muy pocos pintores de vanguardia iban a los museos–, y ante un Tiziano veía algo tan consistente, tan poco pasajero… Tiziano era actual, mientras Braque se me había pasado de moda en dos semanas». Frente a una modernidad pictórica que no lo convencía, hallaba en los maestros antiguos una verdad perdurable. Para él, el arte del pasado era plenamente actual: «Yo, realmente, no sé qué es el arte moderno. Para mí, el verdadero arte moderno empieza en Tiziano, que crea una forma de pintar absolutamente insólita. Yo diría que Tiziano, más que colocar la pintura sobre la tela, le arranca colores al lienzo, como un arpista con su instrumento».
Esa fidelidad acompañó a Gaya durante toda su vida. En sus obras aparecen constantemente ecos de Tiziano: retratos, bacanales, varios entierros de Cristo, Dánae, Noli me tangere, el Carlos V a caballo… Pero, sobre todo, recogió de él la idea del atardecer como la hora de la pintura:
«En el atardecer la luz parece haberse decidido por fin; escoge algunas cosas, algunos relieves, y nos entrega una realidad filtrada».
No es casual que Tiziano ocupe un lugar central en su gran alegoría del origen de la Pintura, otro de los temas recurrentes en Gaya. Allí, una Venus humilde, emergiendo de un canal veneciano, encarna a la Pintura y es recibida por las cuatro grandes escuelas del mundo (según la visión del artista) –España, Holanda, Oriente e Italia, –, de la mano de Velázquez, Rembrandt, Sesshū y, de manera muy especial, Tiziano.
«Tiziano es importantísimo, es… el arte moderno. Con su impersonalidad, abre la Pintura», afirmaba Gaya.
«Ante Tiziano me sentí anonadado, como bajo el peso de la Ley, como ante una fuerza anónima. Uno de los Tiziano (La pietà), aunque es de la última época, creo, es como Las Meninas, el trozo de pintura que más me ha impresionado.»
RAMÓN GAYA